Estoy en el paro. Desde el pasado lunes, día en que una solícita y no por ello agradable funcionaria del Inem estampó su sello de caucho en mi solicitud, este hombre que escribe engrosa el porcentaje de desempleados de la Comunidad de Madrid y, por extensión, de este nuestro país. No es una situación del todo incómoda porque me presenté voluntario para que me dieran el puyazo de gracia, pero a pesar de todo uno no está preparado para la inactividad repentina que me ha caído encima, como una losa de varias toneladas de peso.
Al margen de mis crisis paranoicas sobre mi actual situación, en mi visita a la oficina del Inem fui testigo de algo que se me ocurrió llamar
Síndrome del Cordón Umbilical de Tipo Laboral Post Contractual. Fueron tres o cuatro horas de espera desesperante, así que me dio tiempo a pensar en ello, hasta el punto de creer que podría escribir una tesis doctoral sobre el tema, algo que deseché al llegar a casa y comprobar que mi bañador floreado se aburría en el tendedero.
El
SCUPLPC (Síndrome del Cordón Umbilical de Tipo Laboral Post Contractual) se puede definir como la
dependencia más o menos acusada del trabajador con respecto a la entidad que lo emplea una vez vencido el contrato que los unía. Para entendernos, que me di cuenta de que todos, o una gran parte de los que, como yo, esperaban su turno para presentar la solicitud de la prestación por desempleo,
aún estaban ligados a sus ex-empresas por un invisible cordón umbilical. Y que esperar tres o cuatro horas para conseguir un papel sellado es un juego de niños si lo comparamos con el trabajo que representa romper ese cordón umbilical.
Para muestra, un botón.
Un grupo de señoras habían acudido juntas a arreglar los papeles. Se increpaban unas a las otras, incluso se insultaban por cómo actuaron mientras trabajaban en la misma empresa de limpieza. Evidentemente, estas cuatro mujeres nunca fueron más que compañeras de labor. Pero ese cordón umbilical las forzó a ir el mismo día a la misma hora a la cola del paro.
Otro ejemplo:
un joven de unos veinte años, habla por teléfono con su chica, le dice que está en la cola del paro, que ahora irá a casa de sus padres porque no tiene nada que hacer. Me sonrío porque lleva puesto el mono del taller mecánico en el que trabajó hasta hace unos días. Quizás no tiene otra ropa que ponerse, o es que no puede evitar la melancolía de echar a lavar el mono de trabajo, que necesita una dosis extra de detergente. Es obra del cordón umbilical.
Otro más:
un hombre trajeado, que quizás va a hacer una entrevista después de pasar por el parque temático del desempleo, habla con una señora mayor que le precede en la cola. Dice que ha estado en Siemens cuatro años. Me fijo muy mucho en su traje, que es bueno y parece tremendamente fresquito: es de marca, seguro, y le habrá costado una fortuna, pero es que en Siemens debe ganarse cosa fina. Me fijo otro poco y descubro que la carpeta en la que lleva sus papeles se adorna con un gran logotipo de una marca. ¿Adivinan cuál? Siemens. Otra vez el cordón umbilical.
Yo me sentí superior a todos ellos. Al salir por la puerta de mi ex-oficina, decidí deshacerme de todas las cosas (al menos las materiales) que me recordaran a mi empresa. No es por rencor ni por odio hacia nadie, es más bien una actitud de supervivencia: pensé que sería más fácil empezar una nueva vida si mordía con fuerza el cordón umbilical que me ató a ella y conseguía romperlo en un tiempo récord. Y creía haberlo logrado.
Sin embargo, el tratamiento del SCUPLPC no es tan fácil como parece a simple vista. Volví a casa, con mis papeles sellados y una sonrisa de satisfacción, más por creerme superior a los demás desempleados de la cola que por haber sobrevivido a una mañana de infierno burocrático. Revisé la documentación y me pregunté cuántas pesetas serían los euros que me corresponden por la prestación. Soy malo calculando, así que abrí el cajón del escritorio, saqué una eurocalculadora de la época del cambio, y
allí estaba, como una señal inequívoca de que soy un enfermo del SCUPLPC tan grave como todos los demás, si no más porque a mí se me puede añadir la estupidez de creerme a salvo.
Como
una puñalada a mi orgullo, como un navajazo a mi autoestima, allí estaba, la eurocalculadora que regaló mi empresa a todos los trabajadores en una Navidad de hace varios años. Con el logotipo y su nombre reluciente en blanco, sin mácula, sin otro pecado que recordarme que las cuatro dentelladas que di a mi cordón umbilical no fueron suficientes.
Las uvas de la ira: excusa para dar las gracias
Siempre he dicho que mis lecturas me construyen. Pero
no sé hasta qué punto mis lecturas me eligen a mí o yo las elijo a ellas. Hace cosa de un mes terminé de leer
Las uvas de la ira, de John Steinbeck, una de esas novelas que tenía en mi lista, pero que nunca encontraba el momento de comenzarlas. La seleccioné hace tanto tiempo que ni siquiera recordaba el argumento, y empecé a leerla sin saber de qué iba.
Bueno, pues va de una familia a la que despojan de sus tierras y que deben vagar por el sur de los Estados Unidos para encontrar trabajo. Es la historia de una generación que se vio empobrecida por el asedio de los propietarios, algo que sucedió en la zona de Oklahoma y Texas en el periodo de entreguerras. El valor de los miembros de esta familia ante la situación que les acosa es tal que uno se da cuenta de que todos sus problemas son nimios en comparación.
Al final de la novela, y sin destripar nada del argumento, se llega a la conclusión de que uno puede carecer de todo, que
el hombre está capacitado para vivir con carencias que en otros momentos parecen vitales, pero que siempre le quedará el prójimo.

Que por encima de todo, la gente que te rodea es suficiente alimento para salir adelante. Es cierto que uno necesita comer, dormir, etcétera; pero si uno está solo, aguanta menos el hambre y el sueño que si se está acompañado. Y eso es algo tan hermoso que merece tenerse en cuenta.
Por eso, porque me lo enseñó Steinbeck y porque lo estoy viendo estos últimos días, muchas gracias a todos los que, con su compañía inestimable, me hacen olvidar todas las carencias que tengo.
Muchas gracias a todos los que, con sus palabras, con sus caricias, con sus abrazos y dedicación, me hacen olvidar que tengo hambre y sueño.