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jueves, 14 de agosto de 2008

El accidente

Germán coge el Metro en Ventas. Se sienta enfrente de una madre con su hija. La niña tiene unos tres años, y señala con su dedito índice derecho el labio de Germán, mientras dice, con una vocecita triste:

- Mamá, pupa.

Germán se lleva instintivamente la mano a la boca. Sólo entonces se da cuenta de que ha mordido su labio inferior hasta hacerse sangre. Saca un pañuelo de papel, se seca y sonríe con dulzura a la niña, como quitándole importancia. Al menos él cree que hay algo dulce en esa sonrisa, pero sólo lo cree porque la pequeña, en vez de devolverle el gesto, se echa a llorar.

Germán se incomoda, se avergüenza, y baja en la siguiente estación aunque no es la suya. Se camufla entre la marea de gente que abandona el suburbano. Esconde su desazón entre los trabajadores que vuelven a casa, se confunde con los jóvenes cargados con mochilas. Mira al suelo y sigue la estela invisible que marca el rebaño, en busca de la salida.

Sale a la calle Alcalá, está desorientado. Sube cien metros, se detiene, baja otros cien. Levanta la mirada. La herida del labio está seca, son ahora sus ojos los que se humedecen. Unos ojos verdes como de río revuelto. No es lo único que Germán siente revuelto. El estómago le arde y tiene ganas de vomitar.

Una frase se cruza en su camino, como una baldosa rota: "Es tarde para empezar de nuevo". Son las palabras de Samuel, y el recuerdo de su voz le hace sonreír. Ahora está seguro de que no es una sonrisa dulce.

La gente con la que se cruza es desconocida. Sin embargo, es capaz de descubrir en ella un nexo de unión consigo mismo: ese muchacho ha tenido que sufrir su misma desesperación; ese viejo seguro que lloró por alguien alguna vez; a aquel agente de movilidad urbana también se le eriza el vello cuando la persona que ama le acaricia el vientre. Todos tienen en común la capacidad de amar y, por tanto, la de sufrir por amor. Por eso, desea abrazar a cualquiera de ellos. No se sentiría mucho mejor, sólo un poco menos solo.

Le duelen las mandíbulas de apretar los dientes. En las sienes, una presión insoportable, similar a la de los días de resaca. Los dientes y las sienes de Germán tienen veintiocho años, como el resto de su cuerpo. Su amor por Samuel tiene tan sólo unos meses. Es curioso cómo algo tan nuevo hace tambalear lo que lleva años en pie.

Se siente observado, cree que todo el mundo es capaz de leer en su mirada verde turbulenta lo que le sucede, la desgraciada historia de una vida que ahora ya no tiene ningún sentido. No puede soportar el sentimiento de lástima que despierta en los demás, le asquea ser una víctima de sus propias circunstancias.

Sumergido en su tragedia, cruza la calle sin mirar. Como un suicida. Quizás lo sea, pero sólo inconscientemente. Un taxi lo golpea. Germán choca contra el capó y, cuando el vehículo frena con un ruido ensordecedor, resbala hasta el suelo y queda tendido de bruces, con la mejilla izquierda apoyada en el asfalto.

La circulación se paraliza, el cruce es un hervidero de curiosos que no se atreven a mover a Germán. Aún quedan cinco minutos para que llegue la ambulancia, y en este tiempo suceden dos hechos que el narrador debe reseñar. El primero es que en el bolsillo de Germán suena insistentemente su móvil, y si alguien se atreviera a infringir la buena práctica de los primeros auxilios y moviera al herido, descubriría que en la pantalla parpadea un nombre, y ese nombre es "Samuel". El segundo hecho que debo citar es que un niño, de la mano de su padre, al ver la sangre que brota de la boca de Germán, exclama:

- Papá, ¿qué le pasa a ese señor? ¿Se ha mordido?

Entonces, y sólo entonces, se oye a lo lejos la sirena de una ambulancia.





Nota: Continuará... o no.