viernes, 27 de octubre de 2006

El mayor espectáculo del mundo

Ayer tuve una de las experiencias más orgásmiscas y, por otro lado, desconcertantes, de los últimos tiempos. Y por una vez, estas dos sensaciones no estaban unidas a un acto sexual.

Cuando volvía a casa después de ver Alegría, del Circo del Sol (espectáculo que vuelve a Madrid y Barcelona después de su estreno en nuestro país hace ocho años), pensé que quizás el objetivo es más bien despertar la melancolía y descubrir que a veces lo más divertido reproduce casi de forma especular lo más triste.

Y lo digo porque mientras estás sentado en tu butaca, la cantidad de elementos que desfilan por la pista/escenario del Grand Chapiteau te aturullan y convierten en una máquina de gozar, sin permitirte en ningún momento desgajar todos esos sentimientos y disfrutarlos en pequeñas dosis. Es un espectáculo tan apabullante que a veces sientes miedo de no poder asimilarlo por completo (sobre todo si tienes al lado a alguien comiendo palomitas y sorbiendo refrescos carbonatados).

Y cuando sales, ebrio de emociones, con una sobredosis de felicidad, caes en la cuenta de que todo ese universo que han encerrado en Alegría es el reflejo en un estanque llamado Tristeza. Dicen que es el montaje más circense del Circo del Sol, el más genuinamente clásico de todos ellos, y tal vez eso potencia la sensación de melancolía que provoca, por el rollo de que recuerdan a esos circos familiares de toda la vida, que aún hoy pueden verse en algún descampado que otro, y que a mí personalmente me han dado siempre mucha dentera.

La euforia de todos los números, creados sobre la base de una lucha entre lo feo y lo hermoso, entre lo perfecto y lo humano, llega a su punto culminante al final de la primera parte, cuando aparece el personaje que, según mi punto de vista, es el protagonista de la historia aunque aparezca sólo unos minutos: un payaso triste, de los de antaño, solo en el escenario, acomplejado y aburrido, que sin palabras nos muestra su historia de amor consigo mismo, en una bellísima metáfora sobre la necesidad de encontrarse a través de un viaje hacia el interior.

Un viaje que termina en invierno, con una nieve que todo lo cubre y que llega hasta el patio de butacas convertida en vendaval, en uno de los efectos técnicos más sorprendentes de esta obra (y eso es mucho decir). Una ventisca que borra toda la tristeza acumulada durante el número, pero que deja una marca imborrable en cada uno de los presentes.

Se trata del momento cumbre de Alegría, precisamente porque todos los espectadores mantienen el aliento al comprobar que, después de tanto divertimento, no hay más que una profunda melancolía. Que los juegos inventados para divertir al maestro de ceremonias no son más que parches para evitar la realidad: y la realidad es la vida de ese triste payaso anclado a su mundo, con nieve cuajada en las calles, aburrimiento existencial y una pizca de añoranza por lo que se perdió (el pelo, por ejemplo).

El payaso triste sirve de contrapunto a todo el color, la pasión y la fuerza que desprenden el resto de números. Sirve como figura en la que todos nos vemos reconocidos, para descubrir que, al fin y al cabo, todos nosotros somos en realidad maestros de ceremonias en busca de contorsionistas, acróbatas y equilibristas que actúen en la pista/escenario de nuestro circo, con el objetivo de que nunca nos sintamos tan desolados como el payaso triste.




Por cierto, el que no vio en 1998 Alegría, no puede perdérselo ahora. Y el que lo vio, tampoco. Es único, sorprendente y fastuoso. Y muy caro.

martes, 24 de octubre de 2006

Amor en la oscuridad

El escritor israelí Amos Oz publicó hace un par de años una autobiografía, centrada sobre todo en su infancia y adolescencia, Una historia de amor y oscuridad. La terminé de leer hace unos días, pero hasta hoy no he sido consciente del poso que ha dejado en mí.

La relación entre el pasado y lo que somos ahora es una fórmula tan precisa como cualquier ecuación matemática. Y ése es uno de los fundamentos principales de esta obra, más cercana al ensayo sobre la naturaleza humana que a una autobiografía al uso. Oz (como el mago, pero con menos artificios) recorre sus primeros años de vida, hasta su ingreso en un kibutz (comuna israelí), y lo hace desde la humilde perspectiva de un niño criado entre eruditos y sabios, pero sin un lugar donde caerse muerto. Su familia es un clan romántico en pleno siglo XX, que aún sueña con la llegada de un futuro mejor para la comunidad, cuando todos los elementos hacen pensar en una desgracia tras otra.

Pero lo más interesante es la anómala relación entre el niño y sus padres, y sobre todo entre sus padres, una relación basada en el amor y, sobre todo, en la oscuridad, pero una oscuridad no sólo metafórica, sino también física, algo tan tangible como las tinieblas. La madre sufre unas terribles jaquecas que le impiden conciliar el sueño, por lo que pasa los días y las noches sentada en una silla frente a la ventana, en una oscuridad casi total que impregna a los objetos y a las personas que la rodean. Ella vive en la oscuridad, pero tampoco hace nada por dejar de vivir en ella. Quiere vivir allí.

La lucha entre el amor y la oscuridad, entre el afecto parental y lo tenebroso de las relaciones humanas se convierte en materia original para sus novelas y, sobre todo, para su actitud ante la vida. Porque a otra escala, quizás sin una forma tan física de la oscuridad, todos en mayor o menor medida hemos sentido esa tensión entre el amor y la oscuridad. Todos podemos contar nuestra infancia, nuestra juventud, nuestra madurez, en definitiva, nuestra vida, desde la perspectiva que nos han dado los amores y las oscuridades que han protagonizado los momentos más intensos de nuestro paso por este mundo. Es más, creo que uno se construye a sí mismo más a través de las oscuridades que de los amores, porque no hay mal que por bien no venga.

Lo importante es que ni Oz ni ninguno de nosotros se ha planteado nunca vivir en la oscuridad, en la física y en la mental, porque no es sano ni llevadero.

Apagar la luz, sentarse en una silla al lado de la ventana, mirar cómo cae la lluvia sobre los adoquines y dejar que el tiempo pase. Ayer hice esto y me sentí como se debió sentir su madre. Pero al rato me levanté, bajé la persiana, encendí la luz y volví al amor. Al amor de mi hogar. A mi amor. Ella, su madre, nunca se levantó, nunca apartó la vista del exterior, de lo que ella no era, nunca encendió la luz de su interior ni volvió al amor. Al amor de su hogar. A su amor.

Quizás la portada de este libro sea la que más he contemplado de cuantos he leído. Cada vez que pasaba algo en el argumento, volvía a cerrarlo y a mirar a los tres personajes más importantes de la trama. Él y ella. Y el niño. Volvía para intentar descubrir en esas miradas una explicación a todo lo que sucede: una razón para vivir en la oscuridad y, a la vez, querer y dejarse querer. He intentado una y mil veces descubrir en esos ojos los motivos de ella para no hacer el esfuerzo; las causas de que él siguiera amándola; el porqué de un niño que, cincuenta años después, decide contar cómo vivió en el amor y en la oscuridad.

Sin respuesta.

viernes, 20 de octubre de 2006

La (mala) educación

Hay dos formas de interactuar con el resto de las personas: con educación o sin ella. Y no hay más.

Lo digo porque yo, cuando estoy aburrido, me planteo retos absurdos y ridículos que nadie entiende, salvo yo, que al fin y al cabo es lo que me importa. Por ejemplo: esta mañana en el autobús. Me siento al lado de un chaval. Saco mi libro y me pongo a leer. Al rato, se acerca una parada y compruebo, por los preparativos previos, que el chaval va a salir en ella. Yo estoy sentado al lado del pasillo, así que es necesario que me levante para dejarle pasar. En los segundos que quedan para el desenlace de la situación, invento mi reto del día: no le dejaré pasar si no me lo pide por favor. Es más: no le dejaré pasar si no me habla.

¿Qué extraño hábito nos ha convertido en animales que van en camiones de matadero directamente hacia el despiece?

Así que ahí estaba yo, con mi libro abierto por la página 299, en plena escena de tensión, y con un tipo a mi lado, semiincorporado en su asiento, esperando que salga, encabronado ya... pero eso sí, sin despegar los labios.

Muy bien, pues ahí te quedas. El autobús para y el chaval, que está muy nervioso porque ve que no le da tiempo, me empuja levemente con sus piernas. Entonces levanto ligeramente la vista y hago un gesto con la cabeza, en plan: "Qué". Y entonces compruebo que no es mudo, ni sordo, sino sólo antipático:

- Que me dejes salir -dice, con esa voz que sólo tienen los estúpidos.

- Querrás decir por favor -digo, las puertas a punto de cerrarse.

- Por favor.

Sólo la seguridad de que una discusión le hará llegar tarde al trabajo hace que diga las dos palabras mágicas y provoque mi reacción inmediata. Yo me levanto, él tiene libre la salida, las palabras mágicas han surtido su efecto.

Mañana enseñaré a otro antipático a que el resto de los mortales estamos deseando escuchar su estúpida voz.

miércoles, 18 de octubre de 2006

Uno lee porque le pasa algo



El escritor Juan José Millás acaba de presentar su nueva novela, Laura y Julio. Estoy deseando leerla porque Juanjo siempre me ha parecido especial y al terminar de leer sus obras siempre se te queda ese regusto como de querer más. Son novelas que enganchan, pero no enganchan al libro como tal, sino a la literatura en general. Son novelas que invitan a seguir descubriendo otros mundos y, a los que tenemos cierta propensión a escribir, invitan también a lanzarse en pos de la aventura de crear.

En la presentación de su novela, Millás dijo una de las frases que más hondo me han llegado en los últimos tiempos:

"Uno lee porque le pasa algo. Igual que te tomas un medicamento cuando te pasa algo físico, así comienzas a leer cuando te pasa algo menos físico".
Nunca me había parado a pensar en eso, pero en aquel momento, y ahora más aún, pienso que uno se toma un libro como el que recurre a las pastillas para dormir: con el objetivo de curarse de algo.

De lo que uno se cura al leer es, sin duda, del tedio, del aburrimiento, pero sobre todo de la incomprensión del mundo que nos rodea. Uno empieza a leer novelas porque nada ni nadie te ha explicado las cosas que de verdad importan en la vida.

Yo comencé a leer porque preguntaba demasiado y no siempre me respondían, porque soñaba despierto y tenía pesadillas de noche, porque me resfriaba más que nadie, porque tenía asma, porque me superaba la estupidez de los que me rodeaban, porque era un niño precoz, porque me dolía serlo, porque me sentía especial (como Millás).

Empecé a leer porque no entendía a los adultos pero tampoco a los niños.

Empecé a leer porque el aroma de un libro nuevo era la mejor medicina; porque el delicioso perfume de la tinta recién impresa en hojas aún sin desvirgar suponía un antídoto perfecto contra la estúpida realidad.

"Y uno escribe por lo mismo: porque le pasa algo", dijo también Millás. Y es cierto. Cuando uno ha descubierto cosas que nadie más ha encontrado gracias a la lectura, decide descubrirse a sí mismo a través de una actividad que es más onanista que una masturbación y más esclarecedora que cualquier religión.

Leer es una medicina.

Escribir es toda una terapia.

lunes, 16 de octubre de 2006

El público



Anoche vi en el teatro Alfil la obra "Mi misterio del interior", de la compañía Ron Lalá. Son cinco muchachos un poco chalados que hablan sobre lo divino y lo humano y lo acompañan con una serie de temas musicales, a cuál más irreverente y sorprendente. Es un texto ágil y muy fresco, pero no fue eso lo que me ha hecho dedicarles un hueco en este blog.

En un momento de la representación, los actores pasan a un segundo plano, se convierten en espectadores; y el público se transforma en el verdadero protagonista, en el principal personaje de un guión que no está escrito. Es un momento espeluznante de verdad porque cada espectador se siente seguro mientras no se modifique su actitud pasiva, pero de repente surge la tensión de un cambio: ¿y si el público fuera en realidad el protagonista del montaje?

Uno de los espectadores asediados por esta situación levanta las manos con las palmas hacia arriba, en señal de sumisión, dejándose hacer. En realidad, todos tememos que nos toque a nosotros, no queremos dejar de ser sujetos pasivos, nos encanta el papel de observadores y no agentes. Todos nosotros podemos tener nuestro minuto de gloria, convertir nuestro gusto por el teatro en algo más profundo, en una actuación a pequeña escala. Pero el miedo al ridículo, el terror que tenemos ante lo desconocido nos hace retreparnos en nuestros asientos y desear con todas nuestras fuerzas que no seamos nosotros el objetivo del próximo gag.

Seguro que entre todos los espectadores que ayer abarrotaban la sala había alguno deseoso de fama y gloria, un alma subversiva que se sintió decepcionado cuando comprobó que no era él el elegido. En cierto sentido, tengo envidia de ese tipo de personas. Porque yo también me acoracé en mi butaca y me quise hacer pequeñito para no ser protagonista, cuando en realidad lo interesante es cambiar y ser, por un día, el actor de una obra que entraste a ver como espectador.

Quizá algúna día me atreva.

P.D. Por cierto, muchas gracias a los incondicionales que dejan su granito de arena en este blog. Sin ellos tal vez ya hubiera tirado la toalla.

miércoles, 11 de octubre de 2006

El suplicio

Me pasé toda la adolescencia suplicando a mi padre que me dejara afeitarme. Ahora suplico al Padre que me deje de salir pelo en la cara. Mi padre, el de verdad, decía que cuanto más tarde empezara a afeitarme, más tarde empezaría a sufrir. Él no era consciente de que a mí me daba igual sufrir, yo lo que quería era ser un hombre de verdad. Pues nada. Era el hazmerreír de todos, tenía esa antiestética pelusilla de los jóvenes tan similar a las patillas de Isabel Pantoja.

Curiosamente, ahora el actor Óscar Jaenada, el de "Camarón", va con ese mismo look, una pelusilla desagradable encima del labio, y es un sex symbol y tal. Yo a veces me quiero morir: ahora que ya no tengo pelusilla sino unos pelos como escarpias, se lleva la pelusilla. ¿Por qué no se llevaría hace quince años? Me hubiera ahorrado muchos sofocones y, sobre todo, muchas discusiones con mi padre, el de verdad.

Un buen día, solo en casa, como Macauly Culkin pero con bigote, me jugué el todo por el todo y me afeité sin permiso de nadie. Cuando terminé me arrepentí, quise pegarme otra vez el mostacho, cual Groucho Marx redivivo, pero ya era demasiado tarde. Con esa estupidez propia de los adolescentes, incluso tuve esperanzas de que mi padre no se diera cuenta: total, si prácticamente no me mira... Pero no. Se dio cuenta. Y su mirada me dolió más que el castigo: "Muy bien, no te afeitarás hasta que yo te diga", como un mandamiento del Padre, del Otro. Pero como todos los mandamientos del padre, el de verdad, éste también se pronunció para incumplirse, y a los dos meses, convertido mi mostacho en el de Cantinflas, el padre recapacitó y me convirtió en un hombre.

Ahora me cuesta afeitarme un triunfo, un dolor, una pasión. Me paso los días con una pereza rayana en la obsesión. Lo voy postergando, como las tareas insidiosas, y al final acabo por hacerlo deprisa y corriendo, cuando no tengo más remedio, cuando tengo una cita (con el de siempre, con mi ángel) o cuando tengo otro compromiso.

Afeitarse es un suplicio. Mi padre tenía razón. En general, mi padre siempre tiene razón, lo que pasa es que cuesta darse cuenta. Cuesta un esfuerzo y, sobre todo, un tiempo. Ahora, años después de verle y escucharle diariamente, me doy cuenta de que, en general, mi padre tenía razón. Lástima que sea demasiado tarde para hacerle caso. Sobre todo en el afeitado.

martes, 10 de octubre de 2006

A veces

A veces, me duele saber.

Me gustaría ser ignorante, destacar por mi falta de comprensión, ser un idiota para los demás y, sobre todo, para mí mismo.

A veces me duele saber más que los demás.

Me gustaría no tener ni idea de las cosas que me rodean, enterarme el último y demostrar que no me importa.

A veces me duele saber más que los demás... y ser menos que nada.

(Una página web para saber más que los demás: www.todoexpertos.com No hay pregunta sin contestar. De nada)

viernes, 6 de octubre de 2006

Papeles entre papeles

Ayer me escribió un amigo mío, Adrián, diciéndome que había encontrado entre sus papeles varios relatos míos, que quizá algún día pudiera publicar. No sé de cuándo son ni cómo son, pero la sensación que me provocó eso fue la misma que uno tiene cuando alguien te dice: "¿Sabes a quién vi el otro día?", y te trae a la memoria la imagen, la voz, los modales y el pensamiento de otra persona a la que casi habías olvidado.

Claro, es que varios relatos míos, del año de la tos, encontrados entre otros papeles, seguro que más importantes, es algo que me recuerda muchas cosas, un pasado que tal vez nunca debí olvidar tanto. Porque es lógico que Adrián encuentre unos relatos míos por su casa y no recuerde que los tenía por ahí. Pero no es tan natural que yo no lo recuerde, que no recuerde qué relatos puedan ser, que no pueda ponerles imagen, voz, modales ni pensamiento. Sobre todo cuando estoy seguro de una cosa: muchas de las historias de esos relatos, muchos de los personajes de eos cuentos forman parte de los relatos posteriores, de lo que escribí luego y que aún no he olvidado. Es una pena, pero es así.

Habrán pasado cinco, diez, doce años desde que dejé a Adrián esos relatos. Uf, echas la vista atrás y te das cuenta de que han pasado tantas cosas, tu vida se ha convertido en un relato tan verdadero, que aquellos que escribías han perdido el sentido. El sentido, pero no el valor. Creo que para Adrián significa mucho, tal vez más incluso que para mí. Más que nada porque, con el tiempo, han dejado de ser míos para convertirse en algo suyo. La pátina del tiempo ha amarilleado sus apuntes de química lo mismito que las páginas de mis cuentos; la humedad de su cuarto ha hecho mella sobre la calidad del papel, igual en las viejas facturas como en esos relatos... Al final, todo se ha convertido en la misma celulosa con la que traer al presente retazos del pasado. Todo es lo mismo.

Cuando volví a casa ayer, después de leer su correo, hojeé de nuevo algunos buenos libros que tenía olvidados en las estanterías. Ojo: tenía olvidados los libros; nunca olvidaré sus contenidos. Qué lástima no tener los correos electrónicos de todos esos autores para escribirles y, con la misma añoranza que Adrián, decirles: "He encontrado entre mis cosas varios relatos tuyos".

De qué va este blog

¿Y de qué va este blog? Va de las cosas que me rodean. Y las cosas que me rodean soy yo. Así que hablaré de mí. Pero de un yo que sólo se explica acudiendo a las cosas que me rodean. Así que hablaré de las cosas que me rodean.

En otras palabras, de las cosas que me joden y las que me dan gustito, que al fin y al cabo es a lo que se reduce todo el mundo que nos rodea.

O no?

Crear un blog es como tener un hijo

Crear un blog debe ser como tener un hijo. Lo primero, debes sopesar las ventajas y los incovenientes, lo bueno y lo malo. Sobre todo, debes tener una razón. Debes estar convencido de que el esfuerzo merecerá la pena y, por encima de todo, sabrás cómo hacer que crezca, que madure, que se convierta en algo que ya tú mismo no podrás controlar. Crear un blog y tener un hijo sirve para lo mismo: aprender y disfrutar viendo cómo los demás aprenden.

Yo no tengo hijos. Antes de tenerlos, crearé un blog.

Para luego saber cuán difícil será procrear. Tal vez cuando vea crecer a mi blog, madurar, que fracase o que se sumerja en las mieles del éxito... Tal vez entonces decida que merece la pena tener un hijo como mereció la pena crear un blog. Tal vez.

O tal vez no.

Hay padres que, al nacer el niño, buscan parecidos con familiares e incluso amigos para ponerle el nombre y marcarle de por vida.

Al crear este blog, le he buscado un parecido con algo que conozca. Y lo he encontrado: se parecerá a los pedazos de mi vida, a los trozos de mi existencia, lo que me rodea y lo que soy yo, los mordiscos de la realidad: reality bites.

Pero fui al registro civil y no me dejaron porque ya estaba elegido por otro usuario de blogger. Oooooh.

Y he decidido jugar con las palabras, algo que llevo haciendo desde que era niño, cuando empecé a escribir cuentos que leía a las visitas. Los mordiscos de realidad se han convertido en un BIT DE REALIDAD: reality bit.

El niño ha pesado 21 KB en word. A ver cómo se me cría.