
Y lo digo porque mientras estás sentado en tu butaca, la cantidad de elementos que desfilan por la pista/escenario del Grand Chapiteau te aturullan y convierten en una máquina de gozar, sin permitirte en ningún momento desgajar todos esos sentimientos y disfrutarlos en pequeñas dosis. Es un espectáculo tan apabullante que a veces sientes miedo de no poder asimilarlo por completo (sobre todo si tienes al lado a alguien comiendo palomitas y sorbiendo refrescos carbonatados).


Un viaje que termina en invierno, con una nieve que todo lo cubre y que llega hasta el patio de butacas convertida en vendaval, en uno de los efectos técnicos más sorprendentes de esta obra (y eso es mucho decir). Una ventisca que borra toda la tristeza acumulada durante el número, pero que deja una marca imborrable en cada uno de los presentes.

El payaso triste sirve de contrapunto a todo el color, la pasión y la fuerza que desprenden el resto de números. Sirve como figura en la que todos nos vemos reconocidos, para descubrir que, al fin y al cabo, todos nosotros somos en realidad maestros de ceremonias en busca de contorsionistas, acróbatas y equilibristas que actúen en la pista/escenario de nuestro circo, con el objetivo de que nunca nos sintamos tan desolados como el payaso triste.
Por cierto, el que no vio en 1998 Alegría, no puede perdérselo ahora. Y el que lo vio, tampoco. Es único, sorprendente y fastuoso. Y muy caro.