miércoles, 30 de julio de 2008

La fascinación del fuego

Siempre he sentido fascinación por el fuego, y me refiero al fuego material, no al del cuerpo, por el que no siento fascinación, sino obsesión. Esta fascinación por el fuego la comparto con los niños (como muchas otras cosas) y con el protagonista de Auto de fe, la obra cumbre de Elias Canetti, una de mis novelas de cabecera a la que dediqué ya un post (por cierto, en el enlace de Wikipedia aparece una foto de la tumba que reproduzco aquí: hermosísima lápida, con la firma del Premio Nobel horadada en la piedra como por una lengua ígnea).


Tumba de Canetti, en Zurich, ¡me la pido!

Lo de los niños es fácilmente explicable: todos sabemos que el primer contacto de un niño con el fuego se produce cuando acerca los deditos a la llama y comprueba que esa luz indescriptible que es tan atrayente y atractiva en realidad produce dolor: "Mamá, pupa", y todos se ríen, sin darse cuenta de que es uno de los primeros traumas de la infancia. Los padres suelen decir que es bueno ese aprendizaje. Es una de las primeras tomas de conciencia sobre una paradoja que se repetirá a lo largo de su vida: a veces las cosas más hermosas hacen daño.

Peter Kien, el protagonista de Auto de fe, también siente una extraña obsesión por el fuego. Pero lo suyo es enfermizo, una paranoia que le lleva al insomnio, a la locura, y finalmente a la destrucción. Está tan preocupado porque su vastísima biblioteca no se prenda fuego que todos sus actos y pensamientos van encaminados a que, finalmente, se prenda fuego. Es como el hipocondriaco que se cree enfermo y cuya actitud negativa le lleva a menguar sus defensas de tal manera que, al final, cae enfermo. Y no contaré más porque destriparía la novela, si no lo he hecho ya, que creo que sí.

Esto viene a cuento de que hace una semanas recibí una postal de mi amigo Adrián, que está en Bristol, no de vacaciones, sino investigando (yo tengo amigos que investigan, fíjate). He hecho una foto a la postal, y aquí está. Se trata del gran balneario de Weston-Super-Mare. Según sus propias palabras, es una zona "horrible", "cuando llegamos y vimos esto entendimos por qué van a España a la playa". Adrián es así de salao, no es el típico investigador serio y circunspecto que te cuenta la vida desde su prisma de científico. Es más bien mundano, por no decir barriobajero. Se crió en las mismas calles que yo, así que eso lo explica todo.

Antes de ayer, viendo las noticias, me sorprendí contemplado esta misma imagen, desde el mismo ángulo: el balneario de Weston-Super-Mare, pero envuelto en llamas. Yo estaba cenando unas croquetas, y mi amor complementario dijo de repente: "¿De qué me suena a mí eso?", señalando con su tenedor la pantalla de la tele. Miré las imágenes, después giré la cabeza 45 grados y vi la postal, sostenida como por arte de magia en el aparador del mueble. Respondí: "Te suena de eso", indicando la postal que envió Adrián. Este diálogo de besugos ("De qué me suena eso", "Te suena de eso") tiene su gracia si se visualiza; si no, es una mierda.

Estuve cambiando de cadena durante una media hora, buscando más imágenes sobre el siniestro, descubriendo nuevos ángulos, disfrutando de las llamas como un niño, pero sin acercarme a ellas. Dándome cuenta de lo hermoso que es ver arder un edificio tan grande. Es bellísimo, aunque sea una desgracia. También pensé en las coincidencias. En Adrián, dos semanas antes, asegurando que la zona es horrible. Ahora, el gran balneario es un amasijo de madera, hierros y bañeras de loza, todo echado a perder.

Escribo a Adrián, un poco excitado (por la noticia, por las imágenes, no por nada más), le cuento lo que pasó durante la cena del lunes, y me responde, con su habitual humor de chico sencillo, pero analítico: "Era un lugar para vejestorios, pero bueno, también tienen derecho los jubilados a pasárselo bien, no?" Adri es un crack. En el mismo correo, me envía un tango del compositor Astor Piazzola. Adrián, además de filántropo, también es un amante de la buena música, y tiene la colección más grande que yo he visto nunca. Aunque no he visto muchas, la verdad.

Las coincidencias, que salpican mi vida y la dotan de cierta diversión (no mucha tampoco, no lo soportaría), hace que en el momento en que abro el archivo del Libertango de Piazzola, justo en ese momento, veo un vídeo en youtube con fotografías impresionantes sobre el incendio del gran balneario. El vídeo no tiene sonido, así que dejo el tango sonando de fondo, y compruebo que ambos archivos (las fotografías danzando al son de la música) son tan complementarios que parecen hechos el uno para el otro.

Quien quiera experimentar esa misma sensación, que ponga a cargar ambos archivos a la vez, verá que lo que digo es cierto. ¡Y quien no quiera, también, que me ha costado un triunfo subir un archivo de audio, coño!


boomp3.com

Por cierto, Adrián, no lo he dicho, pero es evidente que te echo de menos.

jueves, 24 de julio de 2008

Si lo eres, que se note

Dice mi amor complementario que estoy obsesionado con la disforia de género. No creo que esté obsesionado, es sólo un tema que me llama la atención. Me pregunta si estoy pensando en una transformación. No. También me apasiona la literatura eslava y no estoy preparando los papeles para nacionalizarme como ruso.

El caso es que un personaje de Tu otra mitad tiene una disforia de género. Es decir, que su sexo cerebral no se corresponde con su género fisionómico. Es una putada porque no hay más que un camino: la operación. Pero hasta llegar a ella se precisa una serie de estudios psíquicos para comprobar que la persona en cuestión está seguro de su decisión. También es una putada para los que rodean a esa persona porque no es algo fácil de comprender.

Ese personaje me trajo más de un quebradero de cabeza a efectos editoriales. El señor que pone la pasta (editor lo llaman) no estaba de acuerdo con la aparición de este elemento, y me instó a que cambiara su progresión dentro de la novela. Según sus palabras, un transexual no tiene nada que ver con un gay, son dos cosas diferentes. Y yo estoy totalmente de acuerdo, porque no puede ser lo mismo un hombre al que le gustan los hombres, que una mujer encerrada en el cuerpo de un hombre al que le gustan los hombres. Creo que es algo de cajón, y que no hay discusión posible. Pero eso no explica que haya que desterrarlo de una obra literaria, ¿no? En la novela también aparece una esteticista heterosexual con muy mala leche, que tampoco tiene nada que ver con un gay, y sin embargo no se cuestionó en ningún momento su permanencia en el argumento.

Al margen de esta batalla contractual, el hecho es que también me preguntó por qué trataba el tema, si me tocaba personalmente. Le dije que sí, que tenía ya cita para ponerme una 110 de pecho, que ya que estoy me voy a colocar unas buenas tetas, que no se diga. Creo que me pilló la ironía, aunque no estoy seguro. Digo lo mismo: hay muchas cosas por las que siento un gran interés y que no me afectan directamente. El ser humano es así, curioso por naturaleza, y cualquier intento por explicarlo es una pérdida de tiempo.

El caso es que, manteniendo viva esa obsesión que según todo el mundo tengo por la cuestión, el otro día sofocamos el calor de una tarde de canícula con el aire acondicionado a toda mecha y la película Transamérica. Para quien no sepa de qué va, es la historia de una transexual que espera con impaciencia la última operación para ser una mujer completa (en sus propias palabras, se trata de "meter el pene hacia dentro", algo muy visual que resulta algo molesto si no se hace en un quirófano). La interpreta Felicity Huffman, es decir, Lynette Scavo para los que somos fanáticos de Mujeres Desesperadas. Curiosamente, el personaje se llama Bree, como la Van De Kamp (ahora Hodge), y en algunos momentos de la peli tiene arrebatos propios de la pelirroja, la verdad. En plan perfeccionista y súper divina, quiero decir.

A escasos días de la Operación Vagina, descubre que tiene un hijo de 17 años, ya se sabe, una aventura adolescente ("lésbica", claro, según ella) que acabó con un retoño que es más guapo que un San Luis (lo interpreta Kevin Zegers, y sólo por él merece ver la peli). El jovencito es adicto a las drogas, se prostituye con viejunos y tiene un cacao mental en la cabeza bastante considerable. Lo tiene todo, el pobre. La trans no quiere saber nada de él, pero su terapeuta la empuja a enfrentarse a su pasado para encarrilar con fuerza el futuro. Total, que se conocen, ella no le dice a él que es su madre/padre, y la peli se convierte en una road movie muy interesante. No contaré más porque no quiero destripar el final, si hay alguien que no la haya visto.

A pesar de lo exagerada que está Huffman en algunas escenas, creo que es una muy buena interpretación. Es un papel muy difícil, y aunque partes con prejuicios con respecto a la actriz (eso de conocer algún otro trabajo suyo le resta verosimilitud), terminas creyéndote que es una mujer que alguna vez tuvo el cuerpo de un hombre. Sobre todo en la genial escena de la meada, que mi amor complementario y yo tuvimos que ver tres veces para dar crédito.

Me resultó muy interesante que la trans rechace su adscripción a un colectivo determinado por ser trans. Ahí sí me sentí algo identificado, porque me pasa algo similar con la visibilidad gay. Ella se siente mujer, "es una mujer", y no comulga con los movimientos de reivindicación porque ya está suficientemente comprometida con la sociedad al haberse transformado en lo que siempre fue de una manera natural y sin hacerse notar. Es decir, cree en eso de normalizar su situación a través de la naturalidad, y no a través de grandes acciones de presión. Piensa como yo en ese sentido. Eso le granjea dificultades, claro, porque no va por ahí con la etiqueta de "transexual", y cuando alguien se entera de su origen, se siente engañado. También me sentí identificado en eso.

Lo que queda claro es que uno no puede ir por el mundo dando a los demás lo que quieren de él. Quiero decir que estamos acostumbrados a ser lo que debemos ser para que no haya malos entendidos, para que todo esté claro en esta sociedad, basada en el primer vistazo. Si yo soy gay, se me tiene que notar desde el primer segundo, porque si no estoy disimulando, estoy actuando, estoy mintiendo. Si soy transexual, tengo que presentarme como "transexual". Si soy borracho, tengo que ir con una botella de alcohol en la mano. Si me gusta el sado, voy de cuero. Si soy activo, marco paquete. Si pasivo, me enfundo un culobrá. Qué aburrimiento, ¿no?

Si hay algo interesante en el ser humano es la capacidad de conocer a la gente poco a poco, sin la necesidad de presentar un currículum follae al primero que se cruza en el camino para ver si merece la pena o no. Quizás mi forma de entender las relaciones personales sea muy romántica, incluso se puede tachar de pérdida de tiempo. Y tal vez sea así.

Por cierto, yo sigo diciendo que la película merece la pena aunque sólo sea por ver a Kevin Zegers haciendo de niño mimado. Mimado y mamado, en ambos sentidos.




domingo, 20 de julio de 2008

Entre narcisos, almas gemelas, papagayos y medias naranjas

Pongámonos en antecedentes.
Encontrábame yo el otro día buceando en la blogosfera y me encontré con una página donde se hablaba sobre los 400 euros de ZP. El autor era Thiago, y por esas coincidencias de la vida, mientras yo me empapaba de su visión sobre la jugada impositiva, él leía mis últimos posts, uno de los cuales versa sobre mi novela Tu otra mitad (lo siento, pero si no pongo el enlace a El Corte Inglés, reviento; no por espíritu comercial, sino por orgullo).
Al volver a mi blog, éste que viste y calza, me sorprendí al comprobar que Thiago me había dejado un comentario, así que me sentí en la obligación de devolverle el gesto, sobre todo teniendo en cuenta que había leído el suyo a la vez. En broma, le sugerí que hiciera promoción de mi libro (al más puro estilo del malogrado Umbral) en su reducto virtual. Y él, que es un muy bien mandao, se atrevió a hacerlo, sin haberla leído, algo que en un principio pensé reprocharle porque no me parece bien.
Sin embargo, al leer su post me di cuenta de que en esta ocasión era una virtud. Porque habló de cosas que quizás no hubiera hablado si se hubiera leído el libro. Vacío de prejuicios, se embarcó en una reflexión literario-social sobre "las otras mitades". Y me gustó tanto, que se me olvidó el reproche. En la entrada del 18 de julio, hablaba de la búsqueda del complementario, de esa extraña necesidad de verse realizado en otra persona, que terminará de construirnos como lo que en realidad somos.
Thiago da en el clavo: hay gente que busca "su alma gemela", y hay gente que busca "su media naranja". Creo que lo ideal es buscar a "tu otra mitad".


1. El amor narcisista. El alma gemela.

Narciso, en el mismito momento de enamorarse de su reflejo. La pintura es de Caravaggio, y no, no tuvo un buen día.

Hay quien está tan encantado de haberse conocido que busca en el otro a alguien afín a él, pero de tal manera que casi parecen gemelos. Visten igual, tienen el mismo peinado, utilizan el mismo perfume, escuchan la misma música, leen la misma novela, comen las mismas cosas... Con una tan sorprendente conexión, es imposible llevarse mal. Lo que sucede es que saber cómo reaccionará el otro en cualquier situación, tener exactamente los mismos gustos y experimentar las mismas sensaciones aburre hasta al más narcisista, por mucho que se quiera a sí mismo. Narciso se enamoró de su reflejo en el lago. Y ya no puede dejar de mirarse en el agua, lo que le hace caer al agua y morir. El alma gemela no se enamora de la otra persona (aunque así lo crea), sino del reflejo de sí mismo en los ojos del otro. También muere por ahogo.


2. El amante contrario. La media naranja.

No es una naranja, es un papagayo, pero todo tiene su explicación.


Pues es justo lo contrario. Buscando algo que sea diferente a nosotros, con el objetivo de aprender, experimentar y descubrir cosas nuevas, nos encontramos con un elemento que no tiene nada que ver con nosotros. Es divertido saltar de una novedad a otra, asombrarse al comprobar que alguien puede ser tan diferente, que hay tantas cosas que uno no hizo, que no hará... Con una tan sorprendente desconexión, es imposible llevarse bien. Uno no está preparado para soportar a un personaje que tiene hábitos contrarios a los nuestros. Uno se enamora de lo que le es ajeno porque es exótico. Pero se enamora de esa extravagancia, no de la persona. La media naranja es un papagayo en peligro de extinción: cuando lleva en casa dos meses, ya no sabes qué hacer con él porque nunca será parte de tu entorno, siempre pertenecerá a otro lugar.


3. El amor complementario. La otra mitad.

Ésta sí es una naranja, y se encuentra a su mitad montándoselo con el plátano de la nevera. Es para explicar que la naranja y el plátano son amores complementarios.

La unión de las dos versiones anteriores ofrece mi particular visión del amor. El amor complementario. Ése que surge de la comunión en ideas fundamentales y de la desunión total en ciertos detalles, algo que mantiene vivo el interés por descubrir al otro. Uno se enamora de las coincidencias que observa en el otro, pero al mismo tiempo se siente atraido por descubrir todas las cosas que no tienen en común. Es potenciar lo que nos une y disfrutar aprendiendo de lo que no tenemos en común. Es un amor hacia uno mismo, pero proyectado en el otro. Es descubrirse, siendo consciente de que sólo podrá ser posible con la ayuda de "tu otra mitad". Es utilizar al otro para construirte, y dejar que el otro te utilice para construirse. Para entendernos, tú eres una naranja, y tienes que encontrar al plátano que te complemente: el plátano también es una fruta, pero no es exactamente tu mismo tipo de fruta. En fin, que la comparación es ridícula, pero muy ilustrativa...

Conclusión
Después de más de cinco años de "amor complementario", estoy en condiciones de asegurar que es la única forma de ser feliz. Encontrar a tu alma gemela es muy agradable; vivir la novedad del amor contrario es trepidante. Pero la felicidad sólo se encuentra con el amor complementario. Desde mi humilde realidad, esto es así. Creo que desde la perspectiva de Thiago, también, y por eso le dije que tiene una forma de entender esto muy similar a la mía.

En Tu otra mitad, dos personas que aparentemente no tienen nada en común, descubren que tienen algo fundamental que les une: el deseo de encontrarse a sí mismos. Ésa es suficiente razón para calificar esta relación de amor complementario. Porque, como he dicho, ambos se utilizan para construirse, y dejan que el otro le utilice. ¿Qué hay de malo en utilizar y ser utilizado cuando el beneficio es mutuo?

domingo, 13 de julio de 2008

Cómo romper el cordón umbilical a dentelladas

Estoy en el paro. Desde el pasado lunes, día en que una solícita y no por ello agradable funcionaria del Inem estampó su sello de caucho en mi solicitud, este hombre que escribe engrosa el porcentaje de desempleados de la Comunidad de Madrid y, por extensión, de este nuestro país. No es una situación del todo incómoda porque me presenté voluntario para que me dieran el puyazo de gracia, pero a pesar de todo uno no está preparado para la inactividad repentina que me ha caído encima, como una losa de varias toneladas de peso.

Al margen de mis crisis paranoicas sobre mi actual situación, en mi visita a la oficina del Inem fui testigo de algo que se me ocurrió llamar Síndrome del Cordón Umbilical de Tipo Laboral Post Contractual. Fueron tres o cuatro horas de espera desesperante, así que me dio tiempo a pensar en ello, hasta el punto de creer que podría escribir una tesis doctoral sobre el tema, algo que deseché al llegar a casa y comprobar que mi bañador floreado se aburría en el tendedero.

El SCUPLPC (Síndrome del Cordón Umbilical de Tipo Laboral Post Contractual) se puede definir como la dependencia más o menos acusada del trabajador con respecto a la entidad que lo emplea una vez vencido el contrato que los unía. Para entendernos, que me di cuenta de que todos, o una gran parte de los que, como yo, esperaban su turno para presentar la solicitud de la prestación por desempleo, aún estaban ligados a sus ex-empresas por un invisible cordón umbilical. Y que esperar tres o cuatro horas para conseguir un papel sellado es un juego de niños si lo comparamos con el trabajo que representa romper ese cordón umbilical.

Para muestra, un botón. Un grupo de señoras habían acudido juntas a arreglar los papeles. Se increpaban unas a las otras, incluso se insultaban por cómo actuaron mientras trabajaban en la misma empresa de limpieza. Evidentemente, estas cuatro mujeres nunca fueron más que compañeras de labor. Pero ese cordón umbilical las forzó a ir el mismo día a la misma hora a la cola del paro.

Otro ejemplo: un joven de unos veinte años, habla por teléfono con su chica, le dice que está en la cola del paro, que ahora irá a casa de sus padres porque no tiene nada que hacer. Me sonrío porque lleva puesto el mono del taller mecánico en el que trabajó hasta hace unos días. Quizás no tiene otra ropa que ponerse, o es que no puede evitar la melancolía de echar a lavar el mono de trabajo, que necesita una dosis extra de detergente. Es obra del cordón umbilical.

Otro más: un hombre trajeado, que quizás va a hacer una entrevista después de pasar por el parque temático del desempleo, habla con una señora mayor que le precede en la cola. Dice que ha estado en Siemens cuatro años. Me fijo muy mucho en su traje, que es bueno y parece tremendamente fresquito: es de marca, seguro, y le habrá costado una fortuna, pero es que en Siemens debe ganarse cosa fina. Me fijo otro poco y descubro que la carpeta en la que lleva sus papeles se adorna con un gran logotipo de una marca. ¿Adivinan cuál? Siemens. Otra vez el cordón umbilical.

Yo me sentí superior a todos ellos. Al salir por la puerta de mi ex-oficina, decidí deshacerme de todas las cosas (al menos las materiales) que me recordaran a mi empresa. No es por rencor ni por odio hacia nadie, es más bien una actitud de supervivencia: pensé que sería más fácil empezar una nueva vida si mordía con fuerza el cordón umbilical que me ató a ella y conseguía romperlo en un tiempo récord. Y creía haberlo logrado.

Sin embargo, el tratamiento del SCUPLPC no es tan fácil como parece a simple vista. Volví a casa, con mis papeles sellados y una sonrisa de satisfacción, más por creerme superior a los demás desempleados de la cola que por haber sobrevivido a una mañana de infierno burocrático. Revisé la documentación y me pregunté cuántas pesetas serían los euros que me corresponden por la prestación. Soy malo calculando, así que abrí el cajón del escritorio, saqué una eurocalculadora de la época del cambio, y allí estaba, como una señal inequívoca de que soy un enfermo del SCUPLPC tan grave como todos los demás, si no más porque a mí se me puede añadir la estupidez de creerme a salvo.

Como una puñalada a mi orgullo, como un navajazo a mi autoestima, allí estaba, la eurocalculadora que regaló mi empresa a todos los trabajadores en una Navidad de hace varios años. Con el logotipo y su nombre reluciente en blanco, sin mácula, sin otro pecado que recordarme que las cuatro dentelladas que di a mi cordón umbilical no fueron suficientes.

Las uvas de la ira: excusa para dar las gracias
Siempre he dicho que mis lecturas me construyen. Pero no sé hasta qué punto mis lecturas me eligen a mí o yo las elijo a ellas. Hace cosa de un mes terminé de leer Las uvas de la ira, de John Steinbeck, una de esas novelas que tenía en mi lista, pero que nunca encontraba el momento de comenzarlas. La seleccioné hace tanto tiempo que ni siquiera recordaba el argumento, y empecé a leerla sin saber de qué iba.

Bueno, pues va de una familia a la que despojan de sus tierras y que deben vagar por el sur de los Estados Unidos para encontrar trabajo. Es la historia de una generación que se vio empobrecida por el asedio de los propietarios, algo que sucedió en la zona de Oklahoma y Texas en el periodo de entreguerras. El valor de los miembros de esta familia ante la situación que les acosa es tal que uno se da cuenta de que todos sus problemas son nimios en comparación.

Al final de la novela, y sin destripar nada del argumento, se llega a la conclusión de que uno puede carecer de todo, que el hombre está capacitado para vivir con carencias que en otros momentos parecen vitales, pero que siempre le quedará el prójimo. Que por encima de todo, la gente que te rodea es suficiente alimento para salir adelante. Es cierto que uno necesita comer, dormir, etcétera; pero si uno está solo, aguanta menos el hambre y el sueño que si se está acompañado. Y eso es algo tan hermoso que merece tenerse en cuenta.

Por eso, porque me lo enseñó Steinbeck y porque lo estoy viendo estos últimos días, muchas gracias a todos los que, con su compañía inestimable, me hacen olvidar todas las carencias que tengo. Muchas gracias a todos los que, con sus palabras, con sus caricias, con sus abrazos y dedicación, me hacen olvidar que tengo hambre y sueño.

viernes, 4 de julio de 2008

¡Que vuelvan los gays que saben escribir!

A ver si me explico. No me refiero a ningún estudio de Demoscopia o del Instituto Opina sobre el avance del analfabetismo en el colectivo homosexual. Que yo sepa, no existe tal investigación, y si existe, por favor, exijo que se haga pública a partir del lunes de la semana que viene, que la tribu ya está suficientemente trillada estos días en los medios de comunicación como para darles más pábulo.

No es nada de eso. Es que desde que estudié a Cavafis, a Lorca y a Aleixandre tenía la idea (parece ser que equivocada) de que algunos de los mejores gays son escritores... Quiero decir, que algunos de los mejores escritores son gays. Bueno, es igual. La cosa es que, dada su especial sensibilidad, el colectivo tiene una original predisposición a materializar sentimientos con una calidad elevada.

Eso creía yo, digo. Porque en las últimas semanas me he tragado dos infumables novelas de sendos homosexuales. A mí Lorca me enternece, Cavafis me sublima y Aleixandre me transforma en polvo, mas polvo enamorado... polvo metafórico, se entiende. Pero las últimas novelas de Boris Izaguirre y Antonio Gala, tanto monta monta tanto, me han dejado más frío que la última gala del Gran Quiz (por cierto, ¿hay alguien menos glamuroso que el chaval ese sabihondo que se sienta al lado de Marta Sánchez?)


Sí, ya sé que es sacrílego, por no decir lamentable, comparar a aquellos maestros con estos neonatos. Pero no los comparo. Sólo digo que si esta es la avanzadilla del colectivo en materia literaria, apaga y vámonos. Vámonos a otra época, quiero decir, a la Grecia clásica o, si me apuras, a la Macedonia de Alejandro (Macedonia como nación, ya sé yo que él también se montaba macedonias de otro tipo). No voy a hablar de las novelas porque, sinceramente, casi ni me acuerdo de qué van, sólo sé que las terminé de leer porque soy incapaz de dejarme un libro a medias (me gusta perder el tiempo, en eso y también esperando correos que nunca llegan, aunque ése es otro tema que quizás trate en el futuro).


Se llaman El pedestal de las estatuas y Villa Diamante, y no las han escrito al alimón, sino cada uno la suya. Mira, si lo hubiera hecho así, igual les salía algo más interesante. Creo que Gala tiene un negro, o dos, o tres, de los que escriben de tapadillo y también de los otros; y su editorial le publicaría incluso un tratado sobre el betún de Judea (hablando de negros). Creo igualmente que Izaguirre se ha abandonado: sus primeras novelas, algunas de las cuales leí, eran curiosas y apuntaban maneras (y me refiero a maneras literarias), pero ahora debe estar pensando en otras cosas porque le salen bodrios cercanos a sus guiones para culebrones. Y como culebrones tenían su miga, pero como finalista del premio Planeta, oiga, no. Que ya sé yo que el Planeta es un apaño, pero este año tuve dos orgasmos con el premio de marras: uno, cuando supe que se lo llevaba Millás; y el segundo, cuando leí El mundo, porque me pareció de lo mejor que ha escrito este hombre.

Pero Millás, que yo sepa, no es gay. Lástima, debería planteárselo, más que nada para levantar un poco el nivel del colectivo literario.

NOTA: Mi objetivo es levantar polémica, porque evidentemente no leo a nadie por su identidad sexual, ni creo que se deba calificar su obra teniendo en cuenta con quién se acuesta. Es una broma un poco cruel porque estos días me pesa más que nunca ser un miembro del “colectivo”, qué manía tenemos con ponernos etiquetas, y eso que no queremos que se nos discrimine... Ah, y también es un poco de envidia porque ellos pueden escribir lo que quieran y tienen un respaldo muy cómodo. Éstas son las palabras que utiliza mi editor si le presento algo que no se ajusta a su idea: “¿No puedes escribir como un gay?”